
En el otro extremo de la balanza se presentan aquellos comensales a los que no invitaríamos por miedo a que vaciaran nuestra despensa. Desde luego que no hablaremos de honorables obesos del cine (Orson Welles, Charles Laughton...) ni tampoco de aquellas actrices que se vieron exiliadas del celuloide por no encajar con los estereotipados modelos de belleza de Hollywood (las maravillosamente bellas a la par que orondas Nancy Allen, Kathleen Turner y Kristie Alley). Nunca he considerado la obesidad un inconveniente para la belleza, más bien al contrario. Pero debemos dedicar este último apartado de nuestro escalofriante relato del día a la singular glotonería de dos mitos de la autodestrucción por exceso de calorías como son Marlon Brando y Elvis Presley. Invitar a cualquiera de estos avariciosos comilones en la última de etapa de sus vidas significaría dejar sin comida al resto. En el caso de Brando, el mejor actor de todos los tiempos, y un apolíneo e inmaculado, musculoso y sudado, salvaje y viril, violento y sexual, objeto de belleza masculina, optó por la destrucción del mito que había creado. Tras una década, los 60, sembrada de malas películas que ensombrecieron su leyenda, y el enaltecimiento de un ego cada vez más inflamado, Brando decidió destruir su propia imagen de icono sexual. Tras innumerables aventuras sexuales, entre las cuales mi preferida es cuando una desconocida fan entró en su casa y le ungió los pies como si fuese su Jesucristo particular (recomiendo leer su autobiografía, Las canciones que mi madre me enseñó) y una isla sembrada de hijos ilegítimos, Brando decidió hacer caer el mito mediante compulsas ingestiones de platos de arroz. Su objetivo era destruir al monstruo que había creado. Y lo consiguió. Pero no sólo destruyó al monstruo de belleza física. También al actor. Porque saltando el paréntesis de finales de los 70 (El Padrino, Apocalypse Now, El Último Tango en París), Brando no volvió a hacer más que malas películas o apariciones especiales. Un caso más trágico fue el de Elvis, ya que no creo que nunca fuera consciente de su autodestrucción. Elvis sumó a los últimos años de su vida, dominada por su maquiavélico manager, el coronel Parker, la muerte de su madre, el abandono de su mujer Priscilla, la continúa ingestión de barbitúricos y las tremendas comilonas que fueron ensanchando el cuerpo del Rey del Rock. Elvis desayunaba unos enormes filetes y se hinchaba a comer el resto del día. Era tan aficionado a la carne que existe la leyenda de que inventó la hamburguesa con queso. Su amor por la comida basura hizo que alcanzara los 130 kilos en el momento de su muerte.

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